Qué hacer (I)
Febrero 16, 2014

Qué hacer (I)

José Joaquín Brunner, El Mercurio, 16 de febrero de 2014

Quienes promueven un ‘nuevo modelo’ educativo imaginan que a mayor cantidad de matrícula y colegios estatales más fuerte es la educación pública.

Parten de supuestos hace rato superados: que lo público y lo privado son modos mutuamente excluyentes de organización; que lo público equivale a propiedad y gestión estatal de los colegios y que lo privado es sinónimo de mercado, egoísmo posesivo y afán de lucro. De allí deducen también la eminente superioridad ética de lo público-estatal.

Proyectada a la realidad chilena, la disonancia de esta visión es completa: el sector educacional de propiedad estatal no es la elección preferente del público; hay una neta mayoría de matrícula privada y lo público y privado coexisten y se entrelazan dinámicamente en nuestro sistema educacional.

Luego, si fortalecer la educación pública equivale a ampliar la propiedad, provisión y gestión estatales, entonces la única opción posible es reducir, achicar y eventualmente desmontar le educación privada. ¿Seguirá este camino el futuro gobierno? No es claro. Tampoco parece ser el ideal de las futuras autoridades educaciones. Más bien es un concepto incompatible con un régimen mixto de provisión como existe en Chile.

¿Cuál es la alternativa?

Fortalecer lo público aumentando las capacidades y el alcance regulatorio, normativo y de conducción del Estado sobre el sistema en su conjunto -proveedores municipales y privados en toda su diversidad- en función de mejorar la calidad y equidad de los resultados y la efectividad de los desempeños institucionales.

Esta estrategia concibe lo público y lo privado como un continuo movible, donde lo decisivo no es la propiedad y el control de las escuelas o universidades y demás instituciones, sino que otras dimensiones fundamentales (como muestra la teoría de las organizaciones desde Lindblom hasta Bozeman). Primero, su actuación sujeta a regulaciones y normas de la autoridad política, que resultan de la deliberación democrática y no del libre juego de las fuerzas de mercado (el ‘modelo holandés’). Segundo, la proporción de recursos fiscales que sustentan el desarrollo de las organizaciones educativas. Tercero, la disposición y práctica de atender con equidad a los distintos grupos y personas que solicitan el servicio. Cuarto, el compromiso de colaborar entre sí y con las agencias públicas especializadas del sector para el efectivo cumplimiento de sus fines. Y quinto, la voluntad de asumir una cultura de transparencia, rendición de cuentas, información y adopción de normas públicas que definan los estándares esperados de gestión y resultados.

Las instituciones educacionales chilenas de todo tipo (¡con singulares excepciones!) comparten en un buen grado estas condiciones de lo público y se enmarcan -sean municipales, privadas subvencionadas, gratuitas, pagadas o cofinanciadas- dentro de esos parámetros.

En efecto, se someten a un currículo nacional, son evaluadas y serán clasificadas por una agencia pública, son monitoreadas y vigiladas por una superintendencia y el Mineduc, sus alumnos reciben textos aprobados por el ministerio, los profesores deben contar con un título otorgado por instituciones oficialmente reconocidas, el financiamiento principal proviene de la renta nacional, las entidades de educación superior deben acreditarse para recibir apoyo del Estado, hay regulaciones de todo tipo, seleccionar alumnos hasta el sexto grado se halla prohibido, los colegios deben ajustar sus reglamentos internos a lo prescrito por ley, el gobierno de las instituciones es responsable públicamente, etc.

En suma, con todas sus limitaciones (que veremos en una columna siguiente), tenemos un sistema público de educación basado en un régimen mixto de proveedores.

Por lo mismo, el camino para fortalecer la educación pública mejorando su calidad, equidad y efectividad – responsabilidad fundamental del Gobierno- es perfectamente compatible con un régimen mixto de previsión. Pero requiere abandonar la visión arcaica que confunde lo público con provisión estatal. Y, en vez de eso, asumir una política más activa e inteligente de regulación de todo tipo de instituciones sobre la base de otorgarles igualdad de trato, autonomía de gestión y un marco normativo que estimule su alineamiento con el interés general. Próximamente abordaremos cómo avanzar en esa dirección.

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