Universidades privadas: ranking de carreras
Agosto 13, 2005

El ranking de las carreras más demandadas en las universidades privadas, publicado por el diario La Segunda el día viernes 11 de agosto, es un valioso aporte al debate público sobre el futuro de nuestra educación superior.
El artículo reproducido más abajo se pregunta qué llama la atención en dicho ranking. Su publicación dio lugar a un intercambio de opiniones en el diario La Segunda entre su autor y el ex-Ministro de Educación, Gonzalo Vial, que se extendió a lo largo de varias semanas. Puede consultarse pinchando aquí


El ranking de las carreras más demandadas en las universidades privadas, publicado por el diario La Segunda, el día viernes 11 de agosto, es un valioso aporte al debate público sobre el futuro de nuestra educación superior.
¿Qué llama la atención en dicho ranking?
Primero, la cantidad de escuelas o carreras universitarias que no entregó la información requerida por La Segunda: un 41% del total. En el caso de Derecho, de 67 carreras no informan 28; en Medicina, de 11 no informan 3; en Odontología de 14 no informa 1; en Enfermería de 35 no informan 8; en Educación Parvularia de 48 no informan 19; en Medicina Veterinaria de 26 no informan 10; en Ingeniería Comercial de 50 no informan 23; en Psicología de 71 no informan 28; en Arquitectura de 27 hay 14 que no informan, y en Peridoismo de 45 carreras hay 28 que no informan.
Segundo, el hecho de que existe un número de universidades privadas que desde ya compite en el mismo rango de selectividad de las instituciones pertenecientes al Consejo de Rectores, incluso sin recibir para ello subsidios del Estado. Es decir, cuyos alumnos se matriculan, en cualesquiera de estas carreras que ellas ofrezcan, con 450 puntos o más medidos por la PSU. Entre dichas instituciones aparecen, por orden alfabético, las Universidades Adolfo Ibáñez, Alberto Hurtado, de Los Andes, Diego Portales, Finis Terrae, Mayor y Santo Tomás.
Tercero, la confirmación de que la oferta no-selectiva de ingreso a la universidad—esto es, de alumnos con menos de 450 puntos o que no hayan rendido la PSU—se encuentra hoy en manos, principalmente, de instituciones privadas de educación superior. Esto implica que una proporción significativa de los alumnos provenientes de las familias de menores ingresos, y con trayectorias escolares seguramente más endebles, encuentran hoy en ellas su única posibilidad de continuar estudios superiores.
Este último aspecto es sin duda el más relevante, sobre todo si se considera que tanto desde la perspectiva del aprendizaje a lo largo de la vida (derecho de todas las personas), como del interés público (en el incremento del capital humano de toda la población), cualquier joven debe tener la oportunidad de cursar estudios superiores, independientemente de su origen socio-económico y su recorrido escolar. Hemos elaborado este punto con un grupo de colegas de manera mucho más amplia en el libro de reciente publicación: Guiar el Mercado. Informe sobre la Educación Superior en Chile.
A partir de aquí se plantean tres cuestiones fundamentales.
Primero, la cuestión de la equidad del acceso. Es una flagrante contradicción de nuestro sistema de enseñanza superior, que los alumnos de menores recursos—capital cultural, social, económico y escolar—por el hecho de estar forzados a ingresar a una institución privada, se encuentren privados de la posibilidad de obtener un crédito para cubrir el costo de sus estudios superiores. Esta situación debiera corregirse a partir del próximo año, cuando entre en vigencia el nuevo esquema de créditos estudiantiles aprobado recientemente por el Congreso Nacional (Ley 20.027 que crea el Sistema de Crédito Estudiantil con Aval del Estado).
Segundo, la cuestión de la calidad. De poco sirve asegurar el acceso a la educación superior si acaso las oportunidades formativas ofrecidas no cumplen con mínimos estándares de calidad. ¡Y hay grandes dudas a este respecto, particularmente en el caso de las universidades privadas! Por ejemplo, el Rector Pedro Rosso, de la Pontificia Universidad Católica de Chile, ha expresado recientemente que ellas han “bajado la calidad” de la educación superior en Chile, agregando a continuación que “si tuviéramos un sistema de acreditación funcionando, varias carreras de Medicina serían cerradas mañana”, afirmación en extremo grave y que necesitaría ser urgentemente aclarada y precisada por el Rector, así no sea pro bono publico.
Desde este punto de vista es una mala señal que un 41% de las carreras invitadas a participar en el ranking del diario La Segunda no haya informado sobre los puntajes de ingreso a sus carreras. Confirma el hecho de que estamos frente a un mercado en el cual no sólo hay evidentes asimetrías de información sino donde, además, las propias instituciones (un número importante de ellas) no parece interesada en mejorar su transparencia. Esta circunstancia obliga a replantearse la estrategia seguida hasta aquí por la Comisión Nacional de Acreditación. ¿No se justificaría, a esta altura, exigir la acreditación obligatoria de todas aquellas carreras que admiten una proporción significativa de alumnos con menos de 450 puntos en la PSU o que no rinden este examen? ¿Es razonable que por motivos estrictamente ideológicos, pero sin pensar en el futuro del sistema, algunas universidades privadas, y varios parlamentarios de Oposición, se nieguen a aprobar de una vez por todas el proyecto de ley que establece un sistema nacional de aseguramiento de la calidad de la educación superior, ingresado hace casi 30 meses al Congreso Nacional y que recién cumple su segundo trámite constitucional?
Tercero, la cuestión de la pertinencia. En este ámbito surgen interrogantes al menos en dos aspectos de la cuestión.
Por un lado, cabe preguntarse si las universidades que reciben a este tipo de alumnos están preparadas para abordar el particular desafío de su formación a nivel superior. ¿Cuentan con los necesarios cursos para remediar o compensar su débil formación previa, de nivel medio o secundario? ¿Están diseñados sus planes y programas de estudio para responder a las específicas necesidades formativas de dichos estudiantes? Sus profesores, ¿se hallan debidamente capacitados desde el punto de vista profesional y pedagógico para hacer frente a alumnos con requerimientos especiales de orientación y apoyo? ¿Cuáles son sus tasas de deserción? Estos son justamente los asuntos que deberían ser abordados por los procesos de acreditación de estas carreras y escuelas.
Por otro lado, en un orden más general de cosas, cabe preguntarse si acaso conviene a las familias, y al país, que estos jóvenes—primera generación que accede a la enseñanza superior—se dirijan preferentemente a cursar carreras de base académica compleja y de larga duración[pdf]. ¿Están conscientes esas familias y estos jóvenes de que el éxito profesional en dichas carreras es todavía altamente dependiente del capital social de las personas? ¿No debería la política pública estimular, por el contrario, y de manera muy decidida, la oferta de carreras cortas, de carácter vocacional, desincentivando así—por distintas vías a su alcance—la oferta de vacantes y carreras en áreas profesionales que suponen estudios complejos y prolongados? Sobre todo, si se piensa que en adelante las personas participarán en un proceso continuo de formación a lo largo de sus vidas, ¿qué sentido tiene para muchos jóvenes iniciar su formación superior (al momento de obtener la licencia secundaria) en carreras académicamente exigentes, largas y costosas?
Estamos enfrentados pues a una serie de trascendentales interrogantes. El país necesita tener universidades selectivas y, también, instituciones no-selectivas de educación superior. Los rankings tienden a favorecer la imagen y a reforzar el prestigio de las primeras. Es positivo que así ocurra, pues ellas cumplen una función esencial: forman a las élites profesionales, académicas, gerenciales y científico-técnicas del país.
En cambio, para las instituciones no-selectivas, cuya función también es esencial en términos de oportunidades masivas de formación superior, movilidad social, creación de capital humano avanzado y difusión del conocimiento, las evaluaciones importantes deberían ser otras. Deberían reflejar en qué medida estas instituciones cumplen su rol de equidad, si acaso satisfacen los estándares de calidad adecuados para una formación superior no-selectiva, y si su oferta de programas y vacantes es pertinente para las necesidades de sus alumnos y su posterior incorporación al mundo del trabajo.
Alcanzar estos tres objetivos es el principal desafío para las políticas de educación superior[pdf] del próximo gobierno.

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