Nueva ecología del aprendizaje
Febrero 5, 2017

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José Joaquín Brunner, 5 de feberero. 2017

Entendida en sus tres dimensiones de lo formal, informal y no-formal, la educación es sin duda un universo más grande y complejo que el de las escuelas. Esto genera una serie de preguntas para el futuro de las políticas educacionales.

Habitualmente imaginamos la educación como resultado de lo que hacen los colegios. Consistiría en estudiantes y docentes, un currículo oficial, una jornada escolar completa, exámenes, certificados que dan cuenta de los ciclos cursados y los resultados del Simce o PISA. Incluso, medimos el nivel educacional de la población por el promedio de los años de escolarización.

Pero esta es solo la parte formal de la educación. Aquella que Coombs caracterizó a inicios de los años 1970 por su naturaleza sistemática, jerarquizada, estructurada, cronológicamente graduada, que va desde la escuela primaria hasta la universidad o la formación técnica. Parte importante, sin duda. Mas la porción obligatoria de ella -digamos del Kindergarten al grado 12- apenas ocupa un 15% de la vida de las per0sonas.

Al lado existe una vasto territorio de educación informal, que el mismo autor define como el “proceso a lo largo de toda la vida a través del cual cada individuo adquiere actitudes, valores, destrezas y conocimientos de la experiencia diaria y de las influencias y recursos educativos de su entorno; de la familia y vecinos, del trabajo y el juego, en el mercado, la biblioteca y en los medios de comunicación”.

Además, la literatura identifica una tercera franja: la educación no-formal. Corresponde -según el mismo Coombs-a cualquiera actividad educativa organizada fuera del sistema formal establecida para facilitar ciertas clases de aprendizaje a subgrupos particulares de la población, tanto adultos como niños. Aquí caben programas de alfabetización, capacitación agrícola, actividades deportivas, trabajos de verano, participación en clubes juveniles, labores pastorales, etc.

Así entendida -en sus tres dimensiones de lo formal, informal y no-formal, hoy corrientemente utilizadas por la Unesco- la educación es sin duda un universo más grande y complejo que el de las escuelas, de suyo complicados microcosmos.

Por lo pronto, genera una serie de cruciales preguntas para el futuro de las políticas educacionales, hasta hoy altamente escolarizadas ellas también.

Por ejemplo, si la educación comienza el día cero de la vida de un infante, incluso antes, durante su gestación, ¿por qué entonces postergar el objetivo de equidad en la distribución de las oportunidades de aprendizaje al momento en que los niños y niñas inician el proceso formal de educación, a la altura del pre-Kínder o Kínder? Al contrario, sabemos que el tiempo crítico para las posibilidades de aprendizaje a lo largo de la vida coincide con “los primeros años, antes del ingreso a la escuela. Las circunstancias iniciales -el “efecto hogar” o “de la cuna”- son determinantes para el desarrollo individual y la equidad. Antes de los 36 meses, la pertenencia a una clase socioeconómica ya se manifiesta en la adquisición y uso del lenguaje. Hijos de padres con educación superior acumulan un vocabulario 6 veces más rico que hijos de padres en condiciones de pobreza y el doble que hijos de la clase trabajadora.

¿No resulta esencial, por tanto, que una política educacional con sentido de la equidad se construya partiendo desde la familia, el hogar y la educación informal y no-formal hacia los ciclos superiores? ¿Desde el día cero hacia el Kínder, la escuela y el liceo?

Las ciencias del aprendizaje nos enseñan que durante los primeros años se crean 700 nuevas conexiones neuronales cada segundo, a partir de las interacciones entre los genes y el medio ambiente y experiencias del infante. Si esa experiencia familiar involucra factores de riesgo -como pobreza, discapacidad mental del adulto a cargo, maltrato físico del niño, un hogar monoparental, bajo nivel educacional de la madre, etc.- existe una alta probabilidad de que el infante experimente importantes atrasos en su desarrollo cognitivo, emocional o del lenguaje (Barth et al., 2008).

¿Acaso estas realidades no deberían estar al centro de nuestro debate educacional? ¿No deberíamos mostrar una similar, intensa, preocupación por los múltiples otros espacios que forman parte de la educación informal y no-formal? ¿No es del todo evidente ya que la vinculación entre educación escolar y extra-escolar es una pieza vital para la calidad de la educación que reciben las nuevas generaciones? ¿Cuánta continuidad o discontinuidad existe entre ambos modos de educación? ¿En qué debería consistir una educación sexual en tiempos de libre acceso a Internet y temprana iniciación en prácticas sexuales? ¿Qué significa educación ciudadana de niños y jóvenes en democracias desconfiadas, con crisis de representación y un difundido sentimiento antipolítico?

A la luz de los océanos de información disponibles y crecientemente accesibles en los espacios de la educación informal, ¿qué cambios deberíamos introducir en los métodos de enseñanza y aprendizaje y cómo deberíamos evaluar el conocimiento utilizado por la población?

En fin, la propia idea de educación, de actividad docente, institución escolar, equidad de oportunidades y una sociedad reflexiva, necesita ser repensada a la vista de esta nueva ecología del aprendizaje que está creándose a nuestro alrededor.

De la educación formal como única vía debemos pasar al entramado formal, informal y no-formal. De la escuela como espacio singular y separado al eje hogar-escuela-comunidad-pluralidad de espacios formativos interrelacionados. Del currículo nacional al conocimiento interdisciplinario y “glonacal”; esto es, global, nacional, local. Del aprendizaje lineal conducido por agentes externos a los aprendizajes en red dirigidos desde el propio interés, capacidades y esfuerzo de cada uno.

Es hora de poner al día nuestra discusión sobre política educacional.

“Las ciencias del aprendizaje nos enseñan que durante los primeros años se crean 700 nuevas conexiones neuronales cada segundo, a partir de las interacciones entre los genes y el medio ambiente y experiencias del infante. Si esa experiencia familiar involucra factores de riesgo -como pobreza, discapacidad mental del adulto a cargo, maltrato físico del niño, un hogar monoparental, bajo nivel educacional de la madre, etc.- existe una alta probabilidad de que el infante experimente importantes atrasos en su desarrollo cognitivo, emocional o del lenguaje”.

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