El camino no elegido
Enero 11, 2015

El camino no elegido

“Si la reforma educacional hubiera coincidido con los presentimientos de la Presidenta Bachelet, quizás hoy estaríamos en un escenario de menor crispación y desasosiego, avanzando más rápido y seguro hacia metas de calidad y equidad…”

José Joaquín Brunner, El Mercurio, 11 de enero de 2015

¿Qué habría ocurrido con la reforma educacional si acaso su diseño hubiese coincidido con los primeros, espontáneos, presentimientos de la Presidenta Bachelet? ¿Estaríamos hoy frente a un escenario distinto? ¿Habría mayor acuerdo en la sociedad y menor crispación y desasosiego? ¿Contaría ese proyecto potencial con mayor respaldo de la opinión pública? ¿Estaríamos avanzando más rápido y seguro hacia metas de calidad y equidad?

Antes de responder a esas interrogantes, recordemos cuáles fueron los planteamientos originales de la Presidenta.

En el nivel escolar, según relató Bachelet recientemente a la revista Capital, su “primer sentido fue: partamos por la educación pública mientras vamos haciendo los otros avances”. Es decir, intuyó que era necesario comenzar por la calidad de la educación y no por cuestiones de orden administrativo-financiero de difícil comprensión. Imaginó pues un sentido y un cronograma diferentes para la reforma. Su gobierno, sin embargo, eligió el camino opuesto. Y en virtud de ese error, hasta hoy la reforma se encuentra atascada.

En el caso de la enseñanza superior, la Presidenta, al estrenar su equipo programático en abril de 2013, declaró: “Mi opinión personal es que no encuentro justo que el Estado pague la universidad de mi hija si puedo pagarla”, acotando además: “Creo que es regresivo que quienes pueden pagar no paguen”. Por tanto, también en esa ocasión la Presidenta percibió de manera clara e intuitiva la solución correcta. Insistió además en que “la gran mayoría de los chilenos no puede pagar (su educación superior) y se endeuda y tiene una vida de incertidumbre y muchas veces de miseria”, lo que también es válido y justifica el apoyo del Estado.

Pues bien, contrariando el presentimiento presidencial, el Gobierno prometió en su programa la gratuidad universal de la educación terciaria, que empezaría a implementarse gradualmente en 2016. ¿Cómo, para quiénes y a cambio de qué? Nadie sabe. Por esta razón reina el desconcierto entre las instituciones y los estudiantes. Y muchos nos preguntamos cómo podría justificarse una medida que, de aplicarse de manera universal, tan obviamente beneficia a los hogares del quintil más rico.

De modo que en vez de un diseño de reforma ordenado en torno a las acertadas intuiciones de la Presidenta nos encontramos hoy frente a una agenda distinta, incluso con objetivos contradictorios con aquellas percepciones y presentimientos presidenciales originarios.

Como resultado, la discusión pública en el nivel escolar se halla entrampada en asuntos de infraestructura, logística, plazos y aspectos técnicos de los procesos de admisión. A su turno, en el nivel superior reina la confusión y un tenso compás de espera, mientras el Gobierno alienta expectativas de no pago, nuevas leyes, subsidios a la oferta estatal y creación de un mayor número de instituciones públicas.

Chile merece más, según reza el majadero eslogan. ¿Pudo haberse impuesto un escenario diferente, más próximo a los designios presidenciales? Sí, siempre que la Presidenta los hubiera mantenido con vigor y de forma consistente, el ministro los hubiera transformado en una política coherente y los sectores técnico-políticos de la Nueva Mayoría (NM) hubieran creado instrumentos adecuados para su implementación.

Habría emergido entonces un diseño de reforma con centro de gravedad en el mejoramiento de la educación pública; es decir, toda aquella financiada mediante el régimen fiscal de subvenciones. Tras ese propósito se habría congregado sin duda una amplia mayoría, más grande que la NM.

Y en ese marco podían plantearse los objetivos específicos: (i) reorganización de la gestión municipal de la educación; (ii) marco de regulaciones públicas para proteger y fomentar la autonomía profesional de las escuelas; (iii) mayores exigencias de información y rendición de cuentas por parte de los sostenedores; (iv) aumento sustantivo del gasto fiscal por alumno, y (v) una profunda revisión y puestas al día de la enseñanza media y sus conexiones con la enseñanza superior y el mundo del trabajo.

En breve, en un escenario alternativo como este -que pudo ser pero no fue- habríamos estado discutiendo desde el primer día sobre cómo mejorar e igualar oportunidades educacionales. Y no, como ocurre ahora, sobre inmuebles, comodatos, avalúos fiscales o comerciales, algoritmos y colegios con más o menos de 400 alumnos, como si se tratase de aspectos cruciales para el futuro de nuestra educación.

Todavía más: con una cuota adicional de racionalidad, estaríamos ya trabajando para garantizar la gratuidad de la educación superior de los jóvenes provenientes de los hogares del 70% de menores recursos, los cuales, como señaló alguna vez la Presidenta, se endeudan y tienen una vida de incertidumbres. De hecho, de haber seguido el camino más directo, ya podríamos contar con un amplio y generoso esquema de becas y créditos perfeccionado; con un nuevo modelo de financiamiento de las actividades de investigación académica; con un procedimiento revisado de acreditación universitaria y con una superintendencia encargada de fiscalizar el correcto uso de los recursos por parte de las instituciones.

En fin, muy distinto sería hoy el cuadro de la reforma educacional si el Gobierno hubiese arrancado desde las intuiciones correctas de Bachelet y con una sólida estrategia dirigida al mejoramiento de las oportunidades educacionales provistas por cualquier tipo de sostenedor. Es lamentable, en cambio, que haya tomado un sendero equivocado.

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